Profesionales de distintos cuerpos de seguridad analizan cómo la crisis sanitaria les ha hermanado en Euskadi como nunca antes.
¿Sabe qué diferencia hay entre un ertzaina, un policía municipal, un policía nacional y un guardia civil? El color del uniforme. A veces, ni eso. Por lo demás, y bajo esa capa exterior finísima, son esencialmente iguales. Y tienen un cometido común: actuar como muro de contención entre lo peor de esta sociedad y el resto de la gente. Son quienes reducen a los agresores de mujeres, a los estafadores de ancianos, a los violentos, a los egoístas que desprecian al prójimo. Ahora también deben controlar a los lerdos que, creyéndose solo revoltosos, ponen en riesgo la salud de todos. A quienes salen cinco veces al día a comprar el pan. A quienes van a correr como si nada. A quienes pasean al perro a diez kilómetros de casa. Lo peor de todo es que verse obligados a atajar comportamientos infantiles les pone en riesgo. No es que sea una sensación desconocida para ellos. Pero da rabia el desequilibrio entre lo ridículo de los gestos incívicos y su potencial corrosivo, quizás letal. En todo caso, ese enemigo común que es el coronavirus ha unido a las fuerzas y cuerpos de seguridad en Euskadi hasta extremos que nunca antes se habían visto.
Ha habido hasta momentos históricos. El primero ocurrió el jueves por la noche y lo recuerda muy vivamente el teniente coronel Cristóbal, segundo jefe de Comandancia en el acuartelamiento vitoriano de Sansomendi. Aquel día llegaron «dos o tres coches patrulla de la Ertzaintza y saludaron al servicio de guardia». Les dieron el pésame por el fallecimiento en Madrid del guardia civil Pedro Alameda, de 37 años, primera víctima de la epidemia en este cuerpo.
Al día siguiente, cuando se supo del segundo guardia muerto, Francisco Javier Collado, de 38 años, en Ciudad Real, volvió a ocurrir. «Llegaron cuatro furgonetas e hicieron una formación, a la que nosotros correspondimos». Ahí ya hubo saludos oficiales, salió el teniente coronel. «Nos dijeron que con esto vamos a poder. Yo les agradecí el afecto y la consideración. Había mucha gente en las ventanas, aplaudiendo. Fue muy emotivo». También fue extraño. Igual que cuando dos días después se repitió la escena en el bilbaíno acuartelamiento de La Salve. «Este tipo de cosas son muy difíciles de ver en esta zona. Yo llevo muchos años aquí y...», se emociona Cristóbal.
«Fuera de pensamientos identitarios y de fundamentalismos ideológicos está el sentimiento corporativo: hacemos el mismo trabajo, tenemos los mismos problemas», analiza Roberto Seijo, secretario general del sindicato ErNE, mayoritario en la Ertzaintza. A su juicio, es natural que el gesto haya salido espontáneamente de los patrulleros porque la solidaridad entre cuerpos de seguridad se nota más en las trincheras que en los despachos. «A veces los políticos no quieren que se visualice la cercanía entre policías». Es en la calle, donde se juegan el tipo, «donde nos ayudamos todo lo que podemos, donde sufrimos la misma falta de medios...». ¿Por qué el Covid-19 ha logrado que ocurra lo que no ocurría cuando ETA asesinaba? «Antes había más miedo a que se visualizasen estas cosas», admite Seijo. Y no sólo por la presión terrorista, también «por la presión social», aquel monstruo cobarde.